jueves, 20 de septiembre de 2012

LAS PEQUEÑAS TIRANÍAS (SEGUNDA PARTE)


*El siguiente texto  es la segunda parte del texto " Las pequeñas Tiranía", publicado el 13 de Septiembre de 2012 en Oikn  , por  Bruno Maduro Rodríaguez.




Tira cómica de Garfield


¿Cómo hacemos para identificar esas tiranías domésticas? ¿Cómo se expresa un pequeño tirano?

Un pequeño tirano no cree en la igualdad de las personas. Define al hombre como un productor de intereses egoístas en plena competencia con el otro, que es él; por eso alimenta permanentemente el conflicto y lo hace considerándose siempre un ganador. Así, cree que cuando llega el momento necesario puede constreñir al otro, ejerciendo la posibilidad de su jerarquía para someter a los que pueda hacer sufrir. En una macrohistoria, los pueblos han sufrido los totalitarismos hasta el cansancio; en las pequeñas tiranías, al igual que las de tamaño general, el tirano desea someter y castigar y ­­sostenerse en “su” micropoder.


Un pequeño tirano posee un discurso, aunque a veces simple, que justifica sus hechos sádicos frente al otro, al igual que los totalitarismos de Estado que poseen ideologías y planes de lucha para justificar las masacres, las torturas, los despojos, los saqueos, el sometimiento; de igual forma los regímenes domésticos tienen ese tipo de lenguaje sustentador, muchas veces poco elaborado racionalmente pero no menos persuasivo y justificante, diseñado con la misma lógica de la dominación de los discursos ideológicos de Estado. Los argumentos buscan la misma eficacia que en las tiranías de estatales, tratan de buscar adhesiones de las personas a su alrededor, crear dogmas en torno a su conducta oprobiosa. A través de la seducción y la persuasión, tratan de evitar con sus argumentos la opinión aplastante en su contra, y quizás evitan al máximo la crítica veraz.

Sus métodos de acción están basados en la violencia doméstica que, no por ser doméstica, deja de ser macabra; ésta, al igual que la violencia de los pueblos, se diferencia de aquellas en grados y no en esencialidades. El pequeño tirano utiliza con prontitud la ofensa, la injuria, el improperio para imponerse. Los instrumentos básicos de esta metodología de la maldad son la fuerza y la coerción, el insulto, la humillación, los celos, la injuria, la envidia crónica, la afrenta y, por supuesto, la venganza. Lejos de manifestar una impulsividad controlada de sus deseos, su belicosidad planificada se despliega hasta que consigue su finalidad: ocasionar daño y sobre todo dolor al otro para sentir satisfacción.




Este tipo de personajes de la vida diaria por lo regular poseen un código de honor, consecuencia del mundo artificial en el cual vive y que los hace sentirse por encima del otro, por eso buscan la fama y la vanagloria, el ejercicio del poder, así éste se dé en el ámbito doméstico o local; los pequeños tiranos tratan de rasgar ya no la historia universal sino la memoria micro-histórica de la red donde se mueven para dar lugar así a una demostración de su capacidad de fuerza y publicitar el fundamento de una constante competencia en la que  transcurre su vida cotidiana. A toda costa buscan el prestigio personal a través de montajes, chantajes y hostilidades que los coloquen por encima de aquellas personas que están o pueden quedar sometidas bajo su control ya sea funcional o total.

Mientras el tirano político ve en la fuerza coercitiva y totalitaria un arma para hacerse sentir bajo cualquier criterio, obligando a la mayoría a proseguir sus caprichos, sus    deseos, sus ideas (así sean precarias), el pequeño tirano también intenta conseguir su objetivo principal que no es más que el dolor ajeno de quien depende de él, ahí estas propiedades básicas de su empresa de crueldad. Por eso utiliza la práctica de los suplicios domésticos e incursiona frecuentemente con una nueva moda de maldad en el territorio que afecta a aquella persona que necesita, ya sea coyuntural o permanentemente, de sus funciones o servicios o quizá de su ayuda.

A estos pequeños monarcas del totalitarismo cotidiano lo más frecuente es que no les interese el disenso dentro de su territorio y, por eso, detestan el sano argumento, la sabia palabra, el discurso donde impere el intercambio de ideas generosas. Así, rechazan el marco de la reciprocidad pues afecta  directamente sus caprichos, su plan de violencias y castigos; cualquier idea que reproduzca estos géneros de solidaridad efectiva es reprimida con prontitud.

El déspota doméstico no cree en la libertad que poseen los otros como personas iguales y libres; esto para él es una ficción, un argumento vacío de hechos prácticos; la única libertad que defiende y justifica es la de él como persona o aquella que beneficie directa o indirectamente su voluntad interesada y egoísta. Su obrar, entonces, busca con regularidad el impedir que los otros ejerzan plenamente su libre querer y así, planea resistencias, genera tropiezos y crea las dificultades necesarias que lo hagan sentir dominante en una relación intersubjetiva. A toda costa implanta la ley del sí mismo como único criterio de acción. Que Dios nos ayude a identificar a estos déspotas y salir bien librados de ellos cuando desafortunadamente hayamos caído en su imperio o en la tolda de sus garras.

Bienvenidos los héroes que logran resistir estos productos frustrados del mal humano.







jueves, 13 de septiembre de 2012

LAS PEQUEÑAS TIRANÍAS


*El siguiente documento es la primera parte del texto "Las Pequeñas Tiranías" de la autoría de Bruno Maduro Rodríguez.





Thomas Hobbes, por allá en la década de los cuarenta del siglo XVII dejó estupefacta la tradición moderna al instaurar la expresión, por cierto muy literaria “la guerra de todos contra todos”. Para el inglés esta situación describe el estado más precario que puede sucederle al hombre, un estado en el que, literalmente, el ser humano se halla inmerso en una completa inhumanidad, en la cual todos exigen lo suyo como lo justo y en donde el concepto de justo depende de las pasiones de cada cual; este estado de guerra, Hobbes lo denominó estado natural, o sea, estado de conflicto permanente, de violencia y sadismo, de temor e ira en el que las cosas humanas, empezando por el hombre mismo, no tienen valor. La tradición social montada sobre este tipo de vida no es más que un hábito permanente del conflicto, una forma precaria y constante de acostumbramiento a las bajas pasiones, una actividad eminentemente bestial en la baja empresa de la crueldad.

Una visión de conjunto social, una videncia casi geométrica, indujo al inglés a prefigurar la ficción del estado natural como forma elemental de la sociedad humana. Si hemos de creerle un poco, podemos afirmar con él, que una posibilidad del hombre para superar ese estadio de conflictos es dándose al otro. No estoy de acuerdo con Hobbes en que la solución sea que este dar consista en un voluntarismo que justifique la tiranía y el oprobio del absolutismo de Estado; en últimas, creo que el darse al otro puede llegar a significar ceder al otro lo que uno cree que puede maniobrar con sadismo.

Pero no me interesa inmiscuirme en la tan trasegada teoría política del inglés; me interesa referirme a algo bien claro que está situado en su obra: el lobo humano, pero no ese lobo que reside en el Estado ficticio de los iusnaturalistas, lugar que, entre otros casos, no existe ni existió en la forma como la describieron los naturalistas en lugar alguno o en algún momento histórico. Me interesa el lobo humano del ahora que sobresale en las pequeñas cotidianidades de los comunes días de la sociedad civil actual en la que vivimos, la que produce verdaderas historias. Esas microhistorias que, reunidas todas, aplastarían la llamada historia universal y la harían ver como un solo planeta en medio del universo. Me interesa referirme a las pequeñas tiranías, las domésticas, las que no tienen corte real ni poseen Gobiernos extensos, las que no estructuran su jerarquía en los mundos del poder del Estado; las tiranías cotidianas, las familiares, las comerciales, las de las empresas, las que puede ejercer cualquier persona, con algo de rango cuando, en el momento en que se le presenta, realiza el control sobre las acciones o el querer del otro o los otros y así se da el placer de hacerse sentir como un ser totalitario.






Todo totalitarismo es hedonista, es decir, que el totalitario se place en ejercer su acción perversa sobre la angustia de otro. El hombre totalitario cree poseer el dominio completo, presente y futuro, del lugar donde él actúa. El totalitarista vive embebido de su endiosamiento, ejerciendo su voluntad a su antojo desproporcionado sobre el finito espacio de la voluntad que somete. Cuando un totalitarista llega a la autoridad del estado o a cualquier cargo de importancia, entonces practica en masa lo que ya había venido ejerciendo en el pequeño universo donde antes se movía como individuo. La vida cotidiana, la que usufructúa el , el yo y el nosotros, está repleta de muchos de estos hombres que ponen a funcionar su crueldad en el momento en que puedan hacerlo, en el momento en que puedan adjetivar las condiciones con su nombre y su eficacia sádica. Estos seres de la cotidianidad son tan malvados como Stalin o Hitler, la única diferencia entre éstos y aquellos es de cantidad pues su sentir está lleno de los mismos rencores que propulsaron a aquellos memorables asesinos de la humanidad a conducir máquinas de barbarie.




jueves, 6 de septiembre de 2012

EL AGRADECIDO


*El siguiente texto es de autoría de Bruno Maduro Rodríguez .


De las historias casi inverosímiles que trae el libro perdido de los indígenas Túpac en el Amazonas meridional, se encuentra ésta anécdota que encontré ya casi arrugada por el tiempo. El libro, como todos sabemos, es muy popular entre los monjes agustinianos que decidieron llevarlo de la jungla oral al texto, la eternidad de la escritura. Dos son las anécdotas que el viejo fraile Simón de Esmeral me contó antes de internarse nuevamente en la selva y no volver más. Cuento la historia sin muchos detalles, por eso llega a parecerse a la fábula de La Fontaine. 

Los indígenas Túpac cultivaban el maíz  y habían  domesticado el pavo del Amazonas. Una vez uno de los animales más temidos por estos avicultores precolombinos, el zorro chucho, que en Sevilla  (Magdalena) simplemente le llamamos el chucho, se le presentó al pavo macho cuyas plumas de colores reemplazaban el arco iris en el ambiente de la selva tropical. En un diálogo entre animales, esa comunicación que no logran entender los hombres, el chucho propuso un pacto al pavo de cola real y extremada.

- ¿Por qué no somos, de ahora en adelante, amigos? Pactemos de tal manera que cerremos la brecha que el hombre  color tierra ha puesto entre nosotros como enemigos.


El pavo desde lo alto de un pajar le dijo al chucho:

-  No puedo llegar a ningún acuerdo contigo porque tú eres de otro material. Yo pertenezco al mundo de los  que se comen y tú a la tribu de los que comen. No puede haber entre nosotros sino distancia.

El chucho volvió a enfatizarle.

-¡Qué mentira ha hecho el hombre con tus funciones psíquicas! Te han adiestrado para que me odies cuando la naturaleza nos hizo pasivos e iguales. Mira, sólo hay una verdad: tú y yo. Deja a un lado esos prejuicios humanos y date por consiguiente, sigue tu propio precepto, tu propia ley de animal. ¡Aude sapere!

El pavo se sintió dolido y esclavizado por los hombres y exclamó:

 -¿ Qué me garantizas?

Y el chucho contestó:

- Mi amistad plena y segura como nunca en el universo  y la historia ha sucedido entre dos géneros. 

El pavo lo pensó y dijo:

-Acepto, pero dame muestras de tu sinceridad.


Así fue. El chucho llegó por varios días al pajar en donde estaba la manada de pavos amazónicos domesticados. La confianza se  apoderó de esos dos grandes ejemplares  de la finca salvaje. El pavo escondía al chucho cuando los cazadores indígenas querían atraparlo para matarlo. Lo metía en el gallinero para que arrastrara a sus rivales los gallos, lo sacaba para que los perros tuvieran miedo; esa alianza perpetua no tuvo igual. 

Cuentan que un día hubo una hambruna universal, tan grande que los indígenas tuvieron que echar mano de su trabajo agropecuario. Los pumas y las panteras estaban famélicos y pálidos. Cuando los cultivadores fueron a hacer el inventario de pavos, sólo encontraron los nidos vacíos y el único rastro que había era el excremento de las aves. No hubo muchos murmullos por parte de los tristes Túpacs.

La conclusión fue certera: los pavos encontraron la forma de huir y de volverse libres y renunciar al acto de la domesticación humana. Por un lado, la tristeza, pero por otro, el sentimiento de libre albedrío en franca recuperación alentaba el ánimo de los indios. No se habló más del asunto…

Pasados dos meses, cuando la hambruna arreció, llegaron los comentarios al caserío Túpac:

Qué raro que entre tanta hambre, un zorro chucho esté gordo y todas las tardes salga con plumas de pavo real en su boca. Varios pastores lo han visto cruzar los caminos y, por su amabilidad y comportamiento casi de  perro pequeño y domado,todos  en la aldea lo saludan y lo soban con gratitud.


 Hoy los pastores que antes lo perseguían, le llaman el agradecido, porque cuando se le da algo menea la cola. Los indios han empezado a odiar a los pavos porque no son como el zorro ya que esos animales en tiempos difíciles han abandonado la aldea. El chucho en estas  comarcas se está volviendo héroe y se habla de hacer un prototipo escolar...entre los animales el chucho tiene fama y ahora hasta  los pumas le huyen cuando él tiene la palabra.. y cuando dos chuchos se miran, prefieren quedarse callados para proteger la especie...