*El siguiente documento es la primera parte del texto "Las Pequeñas Tiranías" de la autoría de Bruno Maduro Rodríguez.
Thomas Hobbes, por allá en la década de los cuarenta
del siglo XVII dejó estupefacta la tradición moderna al instaurar la expresión,
por cierto muy literaria “la guerra de
todos contra todos”. Para el inglés esta situación describe el estado más
precario que puede sucederle al hombre, un estado en el que, literalmente, el
ser humano se halla inmerso en una completa inhumanidad, en la cual todos
exigen lo suyo como lo justo y en donde el concepto de justo depende de las
pasiones de cada cual; este estado de guerra, Hobbes lo denominó estado natural, o sea, estado de
conflicto permanente, de violencia y sadismo, de temor e ira en el que las
cosas humanas, empezando por el hombre mismo, no tienen valor. La tradición
social montada sobre este tipo de vida no es más que un hábito permanente del
conflicto, una forma precaria y constante de acostumbramiento a las bajas
pasiones, una actividad eminentemente bestial en la baja empresa de la
crueldad.
Una visión de conjunto social, una videncia casi
geométrica, indujo al inglés a prefigurar la ficción del estado natural como forma elemental de la sociedad humana. Si hemos
de creerle un poco, podemos afirmar con él, que una posibilidad del hombre para
superar ese estadio de conflictos es dándose al otro. No estoy de acuerdo con
Hobbes en que la solución sea que este dar consista en un voluntarismo que
justifique la tiranía y el oprobio del absolutismo de Estado; en últimas, creo
que el darse al otro puede llegar a significar ceder al otro lo que uno cree
que puede maniobrar con sadismo.
Pero no me interesa inmiscuirme en la tan trasegada
teoría política del inglés; me interesa referirme a algo bien claro que está
situado en su obra: el lobo humano, pero no ese lobo que reside en el Estado
ficticio de los iusnaturalistas, lugar que, entre otros casos, no existe ni
existió en la forma como la describieron los naturalistas en lugar alguno o en
algún momento histórico. Me interesa el lobo humano del ahora que sobresale en
las pequeñas cotidianidades de los comunes días de la sociedad civil actual en
la que vivimos, la que produce verdaderas historias. Esas microhistorias que,
reunidas todas, aplastarían la llamada historia universal y la harían ver como
un solo planeta en medio del universo. Me interesa referirme a las pequeñas
tiranías, las domésticas, las que no tienen corte real ni poseen Gobiernos
extensos, las que no estructuran su jerarquía en los mundos del poder del Estado;
las tiranías cotidianas, las familiares, las comerciales, las de las empresas,
las que puede ejercer cualquier persona, con algo de rango cuando, en el
momento en que se le presenta, realiza el control sobre las acciones o el
querer del otro o los otros y así se da el placer de hacerse sentir como un ser
totalitario.
Todo totalitarismo es hedonista, es decir, que el
totalitario se place en ejercer su acción perversa sobre la angustia de otro.
El hombre totalitario cree poseer el dominio completo, presente y futuro, del
lugar donde él actúa. El totalitarista vive embebido de su endiosamiento,
ejerciendo su voluntad a su antojo desproporcionado sobre el finito espacio de
la voluntad que somete. Cuando un totalitarista llega a la autoridad del estado
o a cualquier cargo de importancia, entonces practica en masa lo que ya había
venido ejerciendo en el pequeño universo donde antes se movía como individuo.
La vida cotidiana, la que usufructúa el tú,
el yo y el nosotros, está repleta de muchos de estos hombres que ponen a
funcionar su crueldad en el momento en que puedan hacerlo, en el momento en que
puedan adjetivar las condiciones con su nombre y su eficacia sádica. Estos
seres de la cotidianidad son tan malvados como Stalin o Hitler, la única
diferencia entre éstos y aquellos es de cantidad pues su sentir está lleno de
los mismos rencores que propulsaron a aquellos memorables asesinos de la
humanidad a conducir máquinas de barbarie.
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